"La serie de Greta"


      ESCALERA DE SIETE PELDAÑOS PARA BAJAR DEL CIELO
                                                                      
                                                                        Ernesto Lumbreras




1

Desde los lienzos de Ana Fuentes somos vistos, interrogados y, a veces, humillados. Bajo una ilusión óptica las niñas de sus cuadros son realmente los espectadores que observan, sin concesión alguna, nuestras miserias y alegrías. Desde su aparente inmovilidad, como clavos al rojo blanco, sus ojos penetran en nuestros sentimientos más entrañables. Cuando la noche llega, ellas se marchan, nos dan la espalda, dejándonos en la realidad de un mundo tan vulgar y monótono que a todos se nos antoja acariciar el cuello de un murciélago.






2

Las muchachas, especialmente dormidas, propiciaron en Balthus no sólo el oscuro objeto del deseo de un fetichista común; quiero imaginar que su ojo concupiscente aspiraba a una categoría mayor: soñar desde la pintura el sueño de las doncellas dormidas. Por la misma época, el escritor japonés Yasunari Kawabata escribía La casa de las bellas durmientes, donde, a diferencia del artista plástico, las jóvenes, casi niñas, que aparecen en la novela funcionan como espejos del alma para el protagonista del libro; a través de sus cueros dormidos por un narcótico, las jóvenes de ese singular lupanar ofrecen su indefensa intimidad a Eguchi, un hombre cercano a la vejez; el anciano, conteniendo sus impulsos sexuales, a partir de la cercanía de lozana desnudez de las muchachas, rememora a las mujeres que ha amado a lo largo de su vida.
            En Balthus, en Kawabata, en Ana Fuentes, de diversas maneras, la presencia imperturbable de las niñas adolescentes trastoca la quietud en una suerte de máquina del tiempo y nos consagra en el ––a veces–– indeseable encuentro de nosotros mismos. En otros momentos, sus rostros infantiles nos colocan en un estado de total vulnerabilidad; las niñas de Ana, por ejemplo, son poseedoras de un misterio o de un saber inaccesible que, evidentemente, no compartirán con el común de los mortales. Distantes de ese conocimiento o experiencia, los mortales estamos a a deriva esperando que termine la noche o que comience el fin del mundo.





3

A diferencia de Julio Galán, por ubicar un contemporáneo suyo, la pintura de Ana Fuentes no es una obra serial; no punta colecciones sobre un tema en particular o variaciones del mismo; sin evocar a Perogrullo, me convence afirmar que la artista trata de pintar lo inefable sobre la realidad de una inocencia perdida o perturbada; no pinta ––en estricto sentido ––niñas, cuadros con niñas, series de lienzos con niñas; a contrapelo de la convención idílica respecto de la infancia, su trabajo es tocado por el inquietante fulgor del desengaño; a semejanza de las muñecas rusas, tras los vestidos y la carne de las niñas de los cuadros, el observador exigente hallará las más temibles oscuridades de los hombres que sueñan, en el rigor de la paradoja, con la bondad y el júbilo.



4

Me valgo de dos versos de “Piedra de Sol” de Octavio Paz para hablar de la atmósfera, ora agobiante, ora desoladora, de los cuadros de esta artista coahuilense. Dice el poeta de Árbol adentro: “y en el fondo del hoyo los dos ojos de una niña ahogada hace mil años.” En varios momentos, las miradas infantiles de los óleos vienen de un tiempo remoto, difícil de ubicar en un calendario; no obstante esa lejanía temporal, esos ojos que nos miran en cada obra no cesan de cuestionarnos una serie de omisiones y de actos. Desde su extrema mudez, desde su impasible serenidad, estas niñas nos arrojan a la cara el lodo inmundo con el cual, en un día frío e impreciso, las enterramos para no saber más de su presencia inquietante.




5


Cuando veo por primera vez sus cuadros, con cierto pudor le confieso: “No sé Ana, pero las niñas de tus cuadros me recuerdan a los niños de la película de Los Otros de Alejandro Amenábar.” Sin mostrar sorpresa alguna me contesta: “Si, no es la primera vez que me lo dicen. Hace poco Francisco Hernández me hizo el mismo comentario.” Sin embargo, conviene aclarar que Ana Fuentes ha pintado, desde esa visión fantasmal, por decirlo de algún modo, con cierta anterioridad a la película del chileno. El entrecruzamiento, por otra parte, me parece sumamente atractivo toda vez que, en la pintura y el cine de cada artista, la realidad de los vivos y de los muertos ocupan, bajo ciertas condiciones, un mismo orbe de esplendor y desasosiego. Sólo un vano confort mental se empeña en poner muros entre ambas realidades: conversar con los difuntos    ––lo sabía muy bien Quevedo–– es habitar el presente con nuestros sueños puestos a caminar en el futuro.



6

¿Cómo se pinta a un fantasma? Lejos de contestar esa pregunta, la pintora prefiere pintar fantasmas. Echando mano de un dibujo con aires naïfe, alternado con una paleta de colores propiciatorios de algo terrible o abominable, especialmente sus rojos sangre y sus azules prusianos, Ana Fuentes trata de sorprender al espíritu de la niña difunta, en una ventana, en un patio o sentado en un sofá. Como pintar un ángel o un dragón, el reto de capturar el volumen y el color de un fantasma reside en la fortaleza sabia y paciente del artista. En Ana, esa fuerza alcanza niveles de excepción y da lugar a representaciones donde delirio y lucidez desvanecen sus fronteras enemigas



7

¿Qué cielo es el prometido para estas niñas? Sabemos que en los reinos de ultratumba de la Divina Comedia de Dante Alighieri la presencia infantil es nula; en otras obras literarias la figura del niño aparece, casi siempre, exenta de sus atributos más idealizados: la fragilidad, la inocencia, la ternura; incluso, cuando estos mismos tienen lugar, la fatalidad o la historia se encargan de hacerlos polvo. Un lector de la obra de Charles Dickens o de VIctor Hugo, por ejemplo, sabe perfectamente de estos cataclismos; me parece, por lo mismo, que el cielo de las niñas de Ana Fuentes se localiza en nuestras miradas, libres de culpas morales; es ahí, en nuestros ojos compasivos (es decir, que comparten su misma pasión) donde encuentran a inocencia y la serenidad perdidas. 

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