Las muchachas, especialmente dormidas, propiciaron en Balthus no sólo el oscuro objeto del deseo de un fetichista común; quiero imaginar que su ojo concupiscente aspiraba a una categoría mayor: soñar desde la pintura el sueño de las doncellas dormidas. Por la misma época, el escritor japonés Yasunari Kawabata escribía La casa de las bellas durmientes, donde, a diferencia del artista plástico, las jóvenes, casi niñas, que aparecen en la novela funcionan como espejos del alma para el protagonista del libro; a través de sus cueros dormidos por un narcótico, las jóvenes de ese singular lupanar ofrecen su indefensa intimidad a Eguchi, un hombre cercano a la vejez; el anciano, conteniendo sus impulsos sexuales, a partir de la cercanía de lozana desnudez de las muchachas, rememora a las mujeres que ha amado a lo largo de su vida.
En Balthus, en Kawabata, en Ana Fuentes, de diversas maneras, la presencia imperturbable de las niñas adolescentes trastoca la quietud en una suerte de máquina del tiempo y nos consagra en el ––a veces–– indeseable encuentro de nosotros mismos. En otros momentos, sus rostros infantiles nos colocan en un estado de total vulnerabilidad; las niñas de Ana, por ejemplo, son poseedoras de un misterio o de un saber inaccesible que, evidentemente, no compartirán con el común de los mortales. Distantes de ese conocimiento o experiencia, los mortales estamos a a deriva esperando que termine la noche o que comience el fin del mundo.
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